Por Walter Vargas
“¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, estará preguntándose Lionel Messi a casi tres meses de haber cumplido el único sueño supremo que le faltaba consumar: sus días en París gozan de los claroscuros del buen pasar de una estrella y al tiempo cifran la incomodidad de ser depositario de miradas torvas, en el mejor de los casos de cierta indiferencia y en el peor de encendido rencor.
Nunca sabremos cuánto sangran las heridas francesas de lo sucedido el 18 de diciembre en Qatar, tampoco si el resultado hubiera sido adverso a Argentina hoy sería beneficiario de expresiones de piadosas, contemplativas, pero lo que sí va de suyo es que la eliminación del Paris Saint-Germain en la Champions League intensificó reproches que portan un deja vu curioso.
¿La cuenta que le pasa el trazo grueso de la familia del PSG no se asemeja a los largos años de descrédito propinados por la patria futbolera argenta?
Si hasta la lectura que han hecho el periodismo especializado y muchos hinchas del PSG tienen sorprendentes puntos en común: “No dio la cara”, “no se comprometió”, “no se hizo cargo”, “no pidió la pelota”, “no apareció cuando más se necesitaba que apareciera”, etcétera.
No, no, no y no: al parecer se le achaca el no haber sido dueño de las mejores respuestas destinadas a zanjar el imperativo de las peores preguntas.
Alguna vez Pep Guardiola afirmó que durante un largo tiempo Messi era capaz de ganar los partidos él solo, pero por aproximada que fuera a la verdad, la sentencia del entrenador catalán era menos que una realidad comprobable que un guiño elogioso y cariñoso.
Bien sabía, y sabe Pep, que en tanto juego colectivo el destino de un equipo de fútbol jamás podría depender de uno entre once.
Que en todo caso, a lo largo de la historia del juego de la pelota número 5, apenas si consta una exigua mesa en el olimpo de los dioses de pantalones cortos, una pieza del rompecabezas que sin dejar de ser una más puede ser la más determinante.
Una mesa a la que se sientan Alfredo Di Stéfano, Pelé, Cruyff, Maradona, Messi (justamente: Messi) y habría que ver si alguno más.
Vaya, como botón de muestra, ya que la Champions es el tema de estos días, que aun con un Messi más joven, lozano, inspirado y angelado, en lo que va del siglo en curso el Barsa se la quedó nada más que cuatro veces: en 2006, 2009, 2011 y 2015.
No estaría de más que sus fiscales franceses tomen nota de esa referencia, sin contar con el escamoteado palmarés del enorme cero en las cuenta del
PSG con la “Orejona”: no la gana con Messi… pero tampoco la había ganado sin Messi.
En fin, así en la vida misma como en el fútbol, entre la epopeya y la nada está lo cotidiano, lo del día a día, de modo que mientras medita qué camino tomará a fin de año cuando caduque su contrato con el club de los magnates qataríes, Messi hace su trabajo con rigor, dedicación y, como el sábado, con pinceladas de su cuño.
El PSG se había metido en problemas en el partido frente al descolorido Brest, el minutero lo castigaba, el 1-1 parecía sellado a fuego y tuvo que aparecer el rosarino para desatar un tsunami en un vaso de agua: maradoniana asistencia a Kylian Mbappé y conflicto resuelto.
Es cierto que la herida de la derrota versus el Bayern Múnich está presente, pulsa, molesta, y que por ende inhibe que sean los días más chispeantes del PSG y de Messi.
Dicho lo dicho, forzado por las circunstancias y el almanaque a decidir qué horizonte buscará ya con 36 años y seis meses, salta a la vista la pregunta del millón: los dolores de cabeza parisinos, ¿serán suficientemente grandes para desalojar a Messi del Paraíso al que entró el día de la Copa en alto, de la capa y de una sonrisa de felicidad más redonda que una pelota?.