La presencia de los imputados por el homicidio de Fernando Báez Sosa alteró el día a día: penitenciarios que ya no pueden usar sus celulares (y que de todos modos son revisados); visitas de detenidos que protestan por los “privilegios” en la requisa; vecinos que escuchan gritos y lo comentan de entrecasa, en la calle, en los comercios.

“La última vez que estuvimos así fue cuando vino Maradona” a visitar a Guillermo Coppola, en 1996, señala el dueño de un almacén de la calle Alberdi, a dos cuadras del penal N°6 de Dolores cuya alcaidía aloja a los rugbiers imputados por el asesinato de Fernando Báez Sosa. Sin embargo hace 24 años no existía la alcaidía, el área separada de los pabellones donde desde fines de enero están detenidos los acusados. Hoy, allí esperan, con comodidades como un baño con puerta y una cama para cada uno, la decisión de la Justicia sobre la culpabilidad que debería caberles en cada caso, según su participación en el crimen.

Gran parte de la población de Dolores conoce el penal por dentro: por trabajo, por cumplir una condena, por visitar a alguien, vecinas y vecinos pisaron más de una vez el establecimiento. Por eso, por ejemplo, Gabriela, docente que durante 15 años dio clases al otro lado del muro, puede detallar que la alcaidía es una habitación separada del resto del penal, que tiene un inodoro en lugar de un agujero en el suelo; que también tiene televisor y acceso especial para las visitas. “La sala está hecha para ser una transición para todos los nuevos que entran. No debería ser un privilegio para estos chicos”, agrega, cuando se cumplió ya una semana desde que los imputados fueron trasladados allí.

“Además de que me cortan la calle y vienen menos clientes, los padres de estos chicos no consumen nada”, protesta la dueña del maxi kiosco frente al penal. Desde hace dos años maneja el local que abastece, principalmente, a quienes visitan a los internos y a algunos vecinos de la cuadra. “Esta gente se baja de sus autos y van directo a la oficina de visitas, y después se vuelven a sus casas. No saludan, no hablan con nosotros”, señala.

A la falta de consumo, el pueblo responde con curiosidad: cuando los autos empiezan a amontonarse en los alrededores del penal, vecinos y vecinas se acercan. El umbral del kiosko se vuelve tribuna y, desde ahí, tres amigos -uno de los cuales tiene datos sobre horarios y rutinas penitenciarios porque trabaja en el penal- esperan la llegada de los padres de los rugbiers, los nuevos “nenes bien” de Dolores. Una vecina apoya la bicicleta sobre la pared y espera. La lluvia cae con fuerza y el toldo del local empieza a gotear.

Llegando a la esquina, en la pensión que solo aloja a mujeres “porque no quiero líos”, Carmen y su marido toman mate. El ventilador oscila entre la cocina y el comedor, mientras de fondo, en la pantalla, pasan imágenes del penal de enfrente, donde él estuvo encerrado un par de años en los 90. “Adentro es difícil que sobrevivan, pero a estos chicos los tienen con un trato especial porque ni el jefe del penal ni nadie que trabaje ahí quiere salir manchado”, señala el marido de Carmen, y ella agrega que “el trato especial es porque las familias pueden costearlo”.

Frente al penal, al lado del kiosco, Viviana espera la tormenta. Su hijo estuvo dos veces en la cárcel por delitos menores y ahora vive en Mar del Plata. “Si los dejan en el pabellón va a ser un problema para los guardias porque se va a armar mucho lío, los van a matar”, advierte. Del otro lado del local, donde se puede conseguir desde lavandina o detergente hasta sándwiches de milanesa, vive Alberto Molina, que aunque ya pasaron muchos años desde que salió del penal, recuerda que “adentro es muy oscuro todo”.

La panadería del centro de Dolores está alborotada. La atienden sus propietarios, los Sánchez, que viven a cuatro cuadras del penal y no cesan de debatir con sus clientes sobre los 10 rugbiers. “Decir ‘negro de mierda’ (como, según los testigos, gritaron los rugbiers al atacar a Báez Sosa) para los internos es de lo peor, y ellos deben haber visto los videos, lo que se ve en la tele”, señala la mujer.

Entre despacho y despacho, recuerda un caso ocurrido en el pueblo el año pasado: un grupo de jóvenes le pegó a otro chico hasta dejarlo inconsciente. La policía los llevó al centro de contención de menores, donde quedaron cuatro días detenidos. “Aunque las familias, que eran gente de mucho poder acá en la ciudad, pidieron que los sacaran y ofrecieron sobornos, el grupo tuvo que quedarse ahí y aprender, y eso debería pasar con estos chicos asesinos”, agrega.

“Que los suelten, que los manden al pabellón”
Si hay alguien que conoce bien el penal es Rosalía, que vive frente al predio hace 70 años. Su hijo ahora tiene 55, pero cuando era chico se metía a través del alambrado a jugar con los presos. “Yo al principio lo sacaba pero después me acostumbré. Justo en esta parte hacían la huerta y cuando iba a buscar a mi hijo porque ya oscurecía, me regalaban un choclo o alguna verdura”. Ahora en ese espacio está la cancha de rugby, donde entrenan los internos, pero que los rugbiers de Zárate no pisaron hasta ahora.

La primera noche que los imputados por el crimen de Báez Sosa pasaron en el penal fue particularmente ruidosa. Eso dice Mabel Díaz, hermana un penitenciario jubilado, pero también hija de otro que trabajó en el penal toda su vida e, inclusive, fue rehén durante un motín. Mabel cuenta que desde el patio de su casa, ubicada a media cuadra de la cárcel, esa primera noche escuchó gritos de los internos y ruido hasta que se hizo de día. Un vecino que se desveló asegura que los internos pedían “que los suelten, que los manden al pabellón”.

Del otro lado del muro
En la garita ante la entrada, los turnos de vigilancia son largos. “Desde que están estos chicos no podemos usar el celular y nos revisan los equipos todos los días por si sacamos fotos o grabamos videos”, relata una de las penitenciarias. Los celulares que les revisan no son de trabajo sino los personales: las carpetas de fotos, el archivo de chats, algunas conversaciones. “Es la primera vez que nos tienen así tan vigilados a los trabajadores del penal”, señala.

Antes de hablar de los diez chicos alojados en la alcaldía, uno de los guardias suelta una risa tímida y dice “están bien, demasiado bien”. Señala que no comparten el menú con los demás internos sino que “tienen su comida aparte”. Los rugbiers no se cruzan los presos, se pasan el día en la alcaldía, esa habitación con 5 cuchetas y baño cerrado, que está pegada a la oficina de control. Del otro lado, en los pabellones, el penal de Dolores está superpoblado: según el informe anual del 2019 de la Comisión Provincial de la Memoria (CPM) en 2018 se contabilizaron 833 presos, cuando el predio está preparado para 370 plazas.

“Mi marido comparte una habitación de tres camas, con otros seis tipos”, cuenta una de las mujeres que hace la fila para entrar al penal. Los jueves, desde las ocho y hasta las cinco de la tarde, los familiares de los internos pueden pasar tiempo con ellos en el patio, donde hay mesas y espacio para compartir. “Lo peor es la requisa, porque tenemos que sacarnos la ropa, hasta la bombacha”, relata, “y la revisación de lo que traemos, que incluso si es comida elaborada te la rompen toda a ver si no escondés algo”.

Junto a ella, una amiga que llegó para visitar a su pareja, trae una bolsa con galletitas y una mochila pequeña. “Si tuviera plata mi marido no estaría acá, es muy injusto que esta gente tenga tantos privilegios”, señala.

Informe: Lorena Bermejo – P12