No es cierto que una mueca sea exactamente lo mismo que un gesto que se hace con la cara. La mueca es una contorsión, y la carga de la palabra siempre se vincula con el desagrado y la burla. La muerte hace una mueca. Hay una mueca fatal del destino. En cambio, las sonrisas y los guiños de ojos son simplemente gestos.
Esta es “La mueca” de Tato Pavlovsky, un dramaturgo de la perturbación, de la incomodidad. Esta es su mueca, su obra: su manera de contraer el rostro de burla y de desagrado ante los remilgos de una sociedad que verifica hipócrita y carente de verdad, pero acostumbrada. Una sociedad burguesa habituada a repetir una y otra vez los mismos mohines sin mirarse a sí misma ni una sola vez. Porque para mirarse hay que traer el espejo, y los espejos cortan.
Los personajes de esta obra integran un cuarteto enigmático que ingresa a una casa, y se propone llevar a la pareja que la habita hasta unos ciertos y determinados extremos. La cabeza del equipo es El Sueco, Leandro Fernández Strifezza, que sin dudas mereció la nominación al premio Estrella como mejor actor marplatense. Su construcción de personaje es sumamente compleja y exigida: tiene elementos de la comedia física, pero a la vez genera un ambiente perturbador, como un zumbido interno en el oído, un malestar permanente que se basa cierta conducta que se anuncia imprevisible.
Pero el Sueco alterna la tensión con un opuesto: Carlos, el personaje interpretado con eficiencia por Gabriel Cazali, que parece una máscara exterior, precisamente porque eso es lo que es. No es fácil ubicarlos a ambos en los roles de protagonista y antagonista, ya que las fuerzas de tensión por el poder ruedan por el escenario de forma permanente, y provocan al público de manera descarada. Las restantes actuaciones son las de Santiago Ale, Matías Sassido, Ignacio Garrido y Agustina Anzoategui: nadie desentona.
¿Será cierto entonces que cuando unos seres extraños se imponen por la fuerza en la casa, en nuestra vida, en nuestra propiedad, con nuestra cama y nuestra intimidad, nosotros estamos llamados a sacar lo peor de nosotros? ¿Lo peor o lo mejor? ¿Qué harán los espectadores que nos miren hacerlo? ¿Experimentaremos alguna manera de arrepentimiento? ¿La cuestión será ética o simplemente estética? ¿Hay una estética que nos separa de los otros, de esos distintos que no merecen el derecho de dormir en esta cama ni de conducir este auto, porque yo soy el que se los ganó?¿Ganó?
La violencia escénica y la experiencia de la tortura traen al espectador por los cabellos, para hacerlo ver aquello que prefiere sólo suponer. Pavlovsky no invita al público a tomar partido, sino a pensar qué es lo que va a hacer con esas reacciones que les surgirán del cuerpo cuando vean esta obra. Por eso, cuando estemos allí, en la sala invertida, en la situación subvertida, una cámara nos enfocará, y nos hará ver nuestra propia expresión en pantalla. Porque somos nosotros los que somos imagen e inmediatez. Por algo la dirección de Marcos Moyano fue considerada la mejor a la hora de los premios.
Claro que la obra ha sido repensada, porque seguramente la mueca necesaria hoy es otra distinta que aquella que pensó el buen Tato allá por 1971. Cuando la estrenó, el hombre aún no había probado las mieles angustiantes del posmodernismo. Ahora las muecas finales son otras, porque sabemos que algunos sólo pueden ser eso que son, y caso cerrado.
El juego que jugaremos será el de las inversiones, el de dar vuelta la perspectiva y mirar el universo desde el otro extremo del catalejo. Si usted está dispuesto a disfrutar de la subversión extrema, si se atreve a que le den vuelta hasta los tiradores del pantalón, quizá esta sea la suya. Séptimo Fuego, los sábados a la noche
Adriana Derosa