El último fin de semana, en la sala Payró – que está calentando motores para que el Complejo Auditórium en su conjunto vuelva poblarse después del dolor del aislamiento y la enfermedad- pudo verse la nueva producción que han llevado adelante Héctor Negro con Macarena Riesco: “Suecia- Rutten”.
Si usted piensa en la posibilidad de asistir, se dejará llevar por un flyer con una bandera que reconoce, aunque no sepa demasiado más: no sabe usted qué significa Rutten a no ser que hable sueco y entonces no me necesita demasiado. Porque ¿cuáles son las representaciones mentales que los argentinos tenemos de Suecia? ¿Un territorio neutral? ¿Un sitio helado? ¿El país donde las democracias son mejores que las nuestras? ¿Algo huele mal en Dinamarca y también en Suecia? ¿Qué significa para nosotros este territorio lejano y cargado de anécdotas de inmigrantes?: poca cosa más lejana.
Para esto armar la historia, el insumo necesario es una actuación cargada de matices y una pareja de actores que han encontrado esa química interna que les permite moverse en el registro de la cuerda a dos metros de altura como si nada pasara. Parecen estar de la mano. Parecen entenderse de toda la vida. Son el uno para el otro, y así lo pasan tan bien que uno -como espectador- no puede quedarse afuera.
En este caso, Héctor Negro -como dramaturgo y puestista- propone dos obras breves de texturas bien diferentes. La primera de ellas -de naturaleza más descarnada- con una provocación permanente en el borde delicado entre el humor y la tragedia, que sin embargo toma pocos elementos del grotesco. Los personajes dialogan en un espacio acotado del que no parecen poder salir, y la cuestión es establecer un acuerdo acerca de sus identidades: quiénes son en realidad y quiénes parecen ser. La historia referida es atroz, pero no necesariamente verdadera, si es que la verdad existe más allá de la escena.
La segunda (si es que podemos llamarla Rutten) es absolutamente desopilante: apela a las condiciones de comedia física de los actores, al humor del lenguaje, al gag sencillo. Genera catarsis y comodidad, porque el espectador aquí sí sabe cómo comportarse y qué es lo que se espera de él: el tópico de los hermanos venidos a menos es generador de interminables historias que también bordean la atrocidad en más de una ocasión.
Pero unos y otros tienen un muerto en el placard: todos tienen su cadáver escondido, y todos tienen una muestra de eso de lo que no se habla. Esa presencia pudriéndose en la oscuridad del espacio oculto: el cadáver que ha quedado de aquello que nos pasó. Porque no hay trayectoria de vida que no tenga un punto ciego que huele mal. No me diga que no.
Agradecemos profundamente el humor, y el poder recorrer todas estas cuestiones sin recurrir a la solemnidad que castiga al público una y otra vez. Agradecemos también la provocación y hasta la incomodidad que presupone un espectador que trabaja para generar el sentido, en un momento en que la humanidad completa trata de encontrar un sentido en lo que nos pasa. Porque si vivir no es fácil, actuar tampoco. Y a la hora de contar la historia en el teatro, el dramaturgo puede poner en escena sus desvelos pintados del color de la bandera sueca. ¿Por qué no?
Adriana Derosa