Promedia el Festival de Teatro Independiente, que ya ha tomado el nombre de Guille Yanícola. En el centro cultural América Libre se presenta una obra de teatro bajo un título sugerente, pero complicado: “De casa al trabajo (y viceversa)”.
El ambiente es afable como siempre: en este sitio, los anfitriones siempre se ocupan de bien-recibir a los espectadores, lo cual no es poca cosa.
Pero esas palabras del título ya son inquietantes. Nos sitúan inevitablemente frente al tema de la obra, porque la frase atribuida al presidente Perón no tiene ambigüedad posible. De todas maneras, su sola enunciación permite pensar en una cantidad de lugares comunes y frases hechas que edifican el pensamiento argentino cuando se habla de trabajo.
Nosotros y nuestros connacionales hablamos permanentemente de las cosas que se soportan a cambio de tener trabajo. Pero a la vez, de la imperiosa necesidad de que el trabajo alcance para todos. Mencionamos como consuelo que hay que “dar gracias” por tener un trabajo, pero hablamos de lo que se deja de hacer porque el trabajo se lleva el día completo. Nos preguntamos por qué se trabaja tanto, mientras otros dicen que “acá no trabaja nadie”.
Los hombres y mujeres del siglo XXI contamos con nostalgia de un pasado que nos narraron, que hay cosas que no podemos vivir porque el trabajo se lleva todo nuestro día. Y refirmamos una y mil veces la alegría enorme que da trabajar, sobre todo cuando el trabajo no alcanza y los índices de desocupación crecen. En ese momento, parece cosa de ingratos no ponerse contentos por trabajar.
Pero… ¿el trabajo dignifica? ¿O nos dignifica la paga? ¿Lo que nos dignifica son las decisiones que tomamos con el dinero que hemos ganado? ¿Nos dignifica no tener que pedirle a nadie el dinero de nuestro sustento porque lo hemos conseguido dejando pedazos de la vida en el puesto de trabajo?¿La enajenación es connatural al trabajo o habrá manera de no caer en ella?¿ Lo que compramos con el fruto de nuestro trabajo ¿para qué sirve?
Como si fuera poco, la meritocracia de moda es tan estúpida que nos hace creer que hemos sido elegidos para el trabajo porque nosotros somos mejores que los demás, y no porque somos más útiles a la estructura de la empresa.
No es fácil hablar de estas cosas con la suficiente trasposición estética que requiere una obra de arte. La directora y autora Alicia Costantino ha elegido trabajar la escena en dos planos, y así da lugar a detallar – por un lado- la estampa estática de la clase media consumidora, la que compra cosas, la que paga cuotas, la que muestra su prosperidad a los vecinos.
Por el otro, el conflicto de la obrera: la que no ve el sol, la que hace turnos eternos en tareas mecánicas cuyo fruto jamás disfrutará. La que ajusta las tuercas de una pieza que desconoce. La que pone en cuestión el placer de pertenecer a la colmena.
Las actuaciones de Silvia Bustos, Alejandra Lucero, Adrián Szklar y Marianella Solís Etchegoin resultan medidas, lo cual es imprescindible a la hora de componer este pequeño cuadro con pinceladas de aguafuerte, pero sin duda Solís se destaca como dueña de una frescura escénica que acerca al personaje.
Estos son los recursos con los que se puede jugar la escena con objetivos mesurados pero cumplidos, sin pretensiones pero con solvencia.
Si faltaba algo, una destreza más, es notable la forma en que la autora ha encontrado la manera de transitar el límite de la verosimilitud. Los personajes salen y entran a la ficción escénica con la agilidad de un paso de baile, se mencionan a sí mismos, nombran a los espectadores, y les entregan opciones de continuidad sabiendo que en definitiva la noche terminará, y todos contentos, sea cual fuere el final. Al menos eso creen.
Pero aquí hay teatro, señores. Nosotros nos alegramos de no habernos quedado en casa. Ni en el trabajo.
Adriana Derosa