Como volver a cruzarse con alguien que uno no ve hace muchos años. Esa fue la sensación que me trajo escuchar otra vez el texto de la obra de Marcelo Marán, que había visto hace unos veinte años en su primera puesta, cuando los personajes eran interpretados por el ahora director Lalo Alías, y por Asunción Bellido. Línea a línea volvía a mí el recuerdo de estos dos desdichados, que se rediseñaban ahora, en los cuerpos de Natalia Escudero y de Héctor Martiarena.

Ellos se han encontrado por casualidad en el sitio que han elegido para dar fin a una vida que perciben como un fracaso, y por eso tienen un único propósito: morir. Pero morir con dedicatoria, ya que ambos desean ser vistos en el momento de su último suspiro por quien cada uno considera responsable de su desdicha. La mujer que lo despreció y engañó. El hombre que la golpeó y la humilló frente a sus hijos. Cada uno de los personajes es obstáculo del otro, le impide llegar al sitio elegido para lograr perspectiva en una muerte espectacular.

El resultado es un grotesco que se inscribe en la larga tradición del teatro criollo: si algo sabemos hacer los argentinos es reírnos de la desgracia. La tragicomedia nos viene a medida. Así somos. Tal como en el viejo sainete nacional, unos personajes sufren hacinados en una pieza de conventillo por las penurias económicas de un entorno que nos los recibe, despreciados por sus propios hijos, escuchando un idioma que no comprenden del todo, viendo derramarse sus sueños por el suelo. Aquí los personajes están encerrados en un borde del mundo, más allá del cual no queda nada. Los han despreciado y abandonado. Se han quedado con lo puesto, y luchan por un sitio – ya no para vivir- sino para morir. Por eso, cada uno replica que el suicidio resulta ser el acto más “sano y decente” que han realizado en su trayectoria de vida.

El espectador puede entrar y salir del verisímil de la ficción cuantas veces quiera. Teme por los personajes que caerán al vacío. Teme también  por los actores que pueden caer de la viga de equilibrio en cualquier momento. El resultado es el más puro y simple grotesco criollo. Martiarena aprovecha una máscara teatral que le da ventajas para encarnar al funebrero despedido, con un manejo corporal que ayuda a este propósito. Escudero hace vibrar a la desafortunada mujer sueña con hacer empanadas con la carne de la venganza.

Alías ha dirigido esta puesta que hace gala del equilibrio, en todos los sentidos. Con una iluminación acertada que otorga la calidez necesaria para dar unidad a un texto que se compone de fragmentos, entre las citas de Hamlet, las cartas de suicidas que juegan a ser verídicos – lo cual no importa en lo más mínimo- y la lucha en primer plano por el espacio del otro.

Cuando aparece el amor, se juega en la delicadeza que los personajes no habían recibido nunca. Para quien ha vivido en soledad, hay un placer en morir acompañado. La cuestión es ver si quien ha fracasado tantas veces, al menos puede cumplir con el deseo final que lo moviliza.

La propuesta es muy teatral. Remite al espectador a la experiencia permanente de estar jugando el juego que hay que jugar, el de creer y descreer que la muerte se aproxima. Hace temblar, reír y temer. ¿Qué más pedir?

Adriana Derosa