“En la terapia intensiva uno intenta mantenerse frío para cumplir con su trabajo. A veces de eso depende que otro siga viviendo. Pero en los momentos de soledad, antes de dormir, hay imágenes que vuelven y, con ellas, un deseo: nunca tener a un ser querido grave ocupando una cama”.

Marco Antonio Flores (39) es intensivista e infectólogo y trabaja en el Hospital Muñiz. En pandemia, su mayor miedo se hizo realidad. Los suyos se contagiaron Covid 19 y llegaron a esa misma terapia. Marco pasó de médico a familiar. “Fue una pesadilla”, asegura.

Se recibió de médico hace 12 años. Hizo la especialidad de intensivista y el año pasado rindió el examen final para convertirse también en infectólogo. “El día del oral, que fue por Zoom, estaba con coronavirus”, comparte. Empezó con dolor de cintura, después se le sumaron fiebre, tos, congestión. Se aisló, se hisopó y dio positivo.

Le cuesta darle forma a ese sentimiento de debilidad tan asociado a algunos cuadros de Covid. Dice que su cuerpo “se rompió”. Su esposa Cecilia (39) experimentó una situación aún más severa. “La internaron dos veces: la primera por una crisis asmática y luego por un tromboembolismo de pulmón. A ella el hisopado le dio negativo pero tuvo estos episodios justo después de mi infección por lo que sospechamos que fue coronavirus”, aporta. Ambos pasaron el mal momento y Marco pensó que lo peor había quedado atrás. No fue así.

Contar con demasiada información no le resulta fácil. “Me asusta porque sé cuánto se puede complicar un cuadro, por eso insisto con que hay que cuidarse. Los médicos hacemos todo para salvar a nuestros pacientes, como si fueran de nuestra familia, pero no siempre lo logramos”, reflexiona y dice que el dolor ajeno también lo afecta y que muchas veces se despierta llorando en la mitad de la noche.

Estas ideas -las de resguardarse más que nunca- las repetía con su entorno. Sobre todo con sus padres, Jaime (63) y Petronila (58), y sus hermanos, Christian (31), Deborah (27) y Aarón (25).

Sus papás son costureros y venden las prendas que confeccionan en la feria La Salada. El año pasado, por la pandemia, estuvieron varios meses sin ir pero, cuando se pudo, les tocó volver. “Son laburantes y están ayudando a mis hermanos más chicos a cubrir los gastos de sus carreras, los dos estudian Odontología”, precisa Marco, que entendió la necesidad e intentó que lo hicieran minimizando el riesgo.

“Iban con barbijos N95 y alcohol en gel. Les hablé del higiene de manos y de evitar espacios poco ventilados”, remarca. Sin embargo, un miércoles de principios de abril llegó el llamado que nunca hubiera querido recibir.

Era su papá. Le avisaba que no se sentía bien. Tenía gripe y dijo que se iba a aislar, por las dudas. Marco cortó la comunicación y llamó a su mamá, que es asmática y había quedado a un cuarto de distancia. “Estoy bien, hijo, con un poco de alergia y resfrío, pero bien”, respondió Petronila.

Lo que sigue es Marco imaginando escenarios difíciles y la realidad dándole la razón. El jueves los acompañó a hisoparse. El viernes, durante su guardia de 24 horas en el Muñiz, tuvo la confirmación: los dos habían dado positivo.

Les hizo marca personal. Al día 6 del detectable, en una visita a la casa familiar de Laferrere con barbijo, antiparras y “el disfraz completo de astronauta”, Marco se encontró con que su papá no tenía buen aspecto.

Lo auscultó y escuchó un sonido parecido al del abrojo de una campera cuando se abre. “A ese ruido se lo conoce como crepitantes, es una señal de la neumonía”, explica.

Mientras Jaime le repetía que no tenía que preocuparse, Marco le colocaba el oxímetro. “Hay que saturar por encima de 96%. Mi papá lo hacía a 90%. Intenté no poner caras y lo subí a mi auto rumbo al hospital”, recuerda Marco.

Ya en el Muñiz, dejó a Jaime en manos de sus compañeros. Le hicieron una tomografía y le diagnosticaron neumonía bilateral por Covid. Fue directo a terapia intensiva, quedó internado en la sala 29, que se había abierto hacía poco a modo de refuerzo, porque necesitaban más camas.

“A las pocas horas, ya estaba con máscara con reservorio, que es la mayor cantidad de oxígeno que se puede administrar. Yo pasaba por el pasillo y lo saludaba desde afuera, me costaba verlo en ese estado”, cuenta Marco.

Y agrega: “En toda mi carrera nunca tuve que intubar ni ver morir a tantas personas como en los últimos 6 meses. Pensaba que mi papá podía ser el próximo”.

A pesar de la carga emocional que implicaba la internación de Jaime, Marco seguía poniéndole el cuerpo al trabajo. “Dejar no era una opción, faltaban manos”, sostiene y asegura que se dividía entre sus pacientes, su papá y el seguimiento a distancia de su mamá, que estaba al cuidado de sus hermanos.

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