Por Adriana Derosa
A mediados del siglo XIX se habían puesto de moda en Europa las aldeas balnearias y los baños de mar, antes impensados. Y allí fuimos nosotros detrás, los argentinos, que teníamos como deseable toda la cultura transoceánica, a copiar sus modismos. Mar del Plata se abría paso como la nueva Biarritz americana.
Así empezaron a llegar a estas costas los más conspicuos integrantes de la élite compuesta por la oligarquía terrateniente, la jerarquía militar y una burguesía nacional que estaba creciendo: todos acunados por el modelo agroexportador, integraban una sociedad polarizada que sostenía que este balneario fuera de lo más exclusivo.
El turismo en la playa era una actividad de ocio, y el ocio les estaba reservado. Todos los demás, los que no integraban el círculo, estaban acá para trabajar, y de esa manera sostener el bienestar de los pudientes. Fin de la cuestión. Quizá por eso, la dicotomía ocio-trabajo parece ser el hilo de tensión que atraviesa el destino de los marplatenses durante estas 150 temporadas.
Porque cuando ellos llegaban traían los elementos de su cultura para alimentar su ocio, y lo hacían como si al inicio de la temporada llegaran a territorio desierto. Pero claro que acá había gente: no solamente los descendientes de originarios, sino las familias de los antiguos empleados de saladero, y luego los inmigrantes que vivían de prestar servicios.
Así eran las cosas en los antiguos hoteles de lujo: los varones iban al casino mientras las mujeres y las jovencitas iban a la sala de conciertos. Todos ellos, turistas y concertistas, se habían desplazado aquí porque era verano.
Ya en el siglo XX comienzan a multiplicarse las salas de cine. En la rambla francesa de 1913 había dos cines importantes: el Splendid y el Palace Teatre. Tres más en pleno centro: el Sol, el Ideal y el Moderno. En total, en el siglo XX hubo 98 cines, entre los que pertenecían a los hoteles de lujo y los populares del puerto.
¿Qué cambiaron los cines? Gigantescas construcciones que funcionaban todo el año, y así en 1930 un trabajador podía gastar en consumir un bien cultural.
Claro que esos mismos trabajadores no tardaron en organizarse: los europeos gestaron casas de los residentes extranjeros, donde se realizaban actividades culturales de corte popular. El Centro Asturiano de Mar del Plata, por ejemplo, tiene 110 años. Otros obreros comenzaron a organizarse en sindicatos, y uno de los primeros sitios que propenden a la cultura es la Biblioteca Juventud Moderna de 1924. El salón de actos -luego Teatro Diagonal- es de construcción posterior.
Luego de la década del 40, el paradigma se modifica: las personas no pueden haber nacido destinadas al ocio permanente o al trabajo perpetuo. Los trabajadores del país tienen por primera vez acceso a vacacionar en sitios antes vedados. Las construcciones también se modifican: en lugar de una gran villa destinada a una sola familia, se construyen ahora hoteles que puedan dar amparo a la mayor cantidad posible de familias trabajadoras que ahora conocerían el mar.
Tremendo. El territorio antes exclusivo se veía amenazado, y las escasas manifestaciones culturales europeizantes y separadas de lo popular, empiezan a dar lugar a una incipiente cultura marplatense, alimentada por el surgimiento de las escuelas de arte.
Pero las salas teatrales ya habían comenzado bastante antes. El primer Teatro Colón es de 1892, y el actual de1925. El Odeón es de 1910, actual teatro Enrique Carreras. Hubo un Teatro-Circo Romano de 1916, un Kursal Palace, y un Salón Exelsior, todos destinados ya a elencos filodramáticos locales. Otra actividad teatral local se llevaba a cabo en los llamados clubes sociales y deportivos de los barrios. Luego se sumaron la sala del Auditórium en 1944, y el Salón Dorado del Club Mar del Plata, arrasado por un incendio en el 62.
Las compañías porteñas, italianas y españolas venían con su repertorio de dramas y sainetes desde las primeras décadas del siglo, pero la aparición de la televisión y sus reconocidas figuras también implicó un cambio: la gente buscaba más a los famosos que a las obras que interpretaban.
Mientras tanto, el teatro local permanecía en su crecimiento más vinculado al arte, arraigado en las bases del teatro independiente, que -surgido en el país en los 30- nunca había cedido territorio ni esfuerzo.
De allí en más, el camino de construcción de una cultura vernácula que nos incluyera a todos no paró de pujar, pero los avatares de los 90 -con el neoliberalismo- bajaron algunas aspiraciones a machetazos. Los festivales de Madres de Plaza de Mayo eran ineludibles: los músicos locales se daban cita, mientras numerosas figuras internacionales compartían escenarios, motivados por una causa superior que nos excedía a todos. Los festivales de teatro y de títeres generaron público propio, y las salas teatrales de la Biblioteca Municipal de calle 25 de Mayo hacían punta en un circuito independiente que crecía cada vez más. Allí, los elencos concursaban para acceder y mostrar su obra con bajos costos y equipamiento técnico incluido. De eso, no queda nada.
En años siguientes fueron surgiendo los centros culturales independientes, que vinieron a ocupar el espacio que dejaba vacante un Estado que se retiraba. Allí se generó un nuevo movimiento de obras de teatro, recitales, exposiciones de obras plásticas, todos sostenidos por tenaces referentes que resisten y difunden su actividad con un circuito también magro de recursos propios.
Así las cosas, en esta muy galana costa, un sector ha creído siempre en un concepto tan acotado de la cultura, que la ha vinculado al ocio. Un ocio de clase, al que no ha tenido derecho cualquiera: ni como público ni como agente activo del arte. La cultura como divertimento del visitante, como la que se recibía desde el salón de conciertos del Bristol Hotel. Ese sector es el mismo que no puede aceptar el campo de desempeño del “trabajador de la cultura”. Sin ir más lejos, recientemente este concepto tan parcial ha avanzado hasta la gestión política municipal: nos quedamos sin Secretaría de Cultura, y con una oficina de Turismo. Porque para ellos, la respiración profunda de una ciudad enorme que genera productos culturales propios y de calidad, simplemente no existe.
Pero los trabajadores de la cultura aquí estamos, y lo peor es que somos un montón. Cada vez que se levanta una baldosa aparece uno de nosotros con un cartel que dice “Cultura no es turismo”. O “Yo también agarro la pala”, la batuta, el arco del violín, los pinceles, los palillos de la batería, las hojas de los libros, las máscaras de la murga. Somos tantos que invadiremos los sueños de los visitantes más conspicuos de esta villa hasta el último día. Porque hoy también hay función.