Decidí ver Menea para mí en El Club de Teatro, una sala que –a falta de caja italiana- siempre predispone mi atención a la innovación escénica. Decidí dejarme seducir por la invitación de unos jóvenes que anunciaban teatro cumbia, y que habían llegado a esta ciudad después de cuatro años de trabajar su propuesta teatral.
Atenta a lo que esperaba, el ingreso a la sala ya resultó conmovedor. La escenografía ponía al espectador sobre aviso de que arribaría a un encuentro con otro, con un sujeto de los bordes que quizá no forme parte de su entorno cotidiano. Un otro cuya existencia el espectador verifica diariamente, pero al que no escucha jamás. Se va encontrar con ese otro que no está en las salas teatrales, ni en los centros comerciales que él frecuenta. Se va a encontrar con los pibes, con los miles de excluidos. Los que no comparten su código, porque tienen otro que les es propio. Los que no comparten su estética porque tienen otra, súper codificada y compleja, pero otra. Los pibes de los bordes, de la periferia, los que padecen desde pequeños las exigencias de un entorno hostil que -las más de las veces- no les da tiempo de ser chicos. Los que deambulan, bailan, gozan y piensan a su propio aire.
La obra planta su código de manera inmediata. La historia de amor recorrerá la acción, a la vez que la violencia, las carencias, el alcohol y todos los tópicos que harán el entramado dramático se entrelazarán con la coreografía para conseguir la necesaria mediatización estética. Porque la propuesta escapa de un naturalismo exacerbado que sería, además, inútil.
Dice Robert Castel: “Es el caso de algunos jóvenes que pueblan los suburbios desheredados alrededor de las grandes metrópolis. Ellos son a menudo, ya sea simultánea o sucesivamente, un poco delincuentes, un poco toxicómanos, un poco vagabundos, un poco desocupados o un poco trabajadores precarios. Ninguna de esas etiquetas les conviene exactamente, rara vez se instalan permanentemente en uno de esos estados, sino que circulan de uno a otro. Frente a esta inestabilidad, a esta fluidez, las culturas institucionales y profesionales se encuentran sin recursos”.
No hace falta la fotografía hiperrealista para construir el verosímil, porque el impacto es lo suficientemente potente como para que el arte haga su trabajo y nos deje allí, fuera de lugar. Los obscenos somos nosotros, los que tenemos una mirada que ofende al pudor, porque provenimos de una cultura evangelizadora que insiste en decirle al otro qué es lo que le tiene que gustar, cómo es que se debe hablar, y cuál es la música que corresponde bailar.
La estructura se sostiene en el tiempo escénico. La dramaturga y directora, Mariana Cumbi Bustinza ha elegido un formato de monólogos, en realidad apartes, en los que los personajes se dirigen directamente al público para explicar lo que se siente al habitar esa piel. Pero el espectador los está viendo vivir, luchar, sufrir, y amar. Porque este amor de locos se recrea en cada escena, se pone en palabras y se hace poesía, a su modo.
Los personajes de Menea para mí no parecen pedir nada, no dan lecciones de vida. No apuntan al golpe bajo ni esperan piedad. Los personajes exigen respeto, porque están cumpliendo los roles de una cultura que, presuponen, el espectador de teatro desconoce. No hacen alianzas con el espectador, ni lo increpan. Ellos viven allí, en escena, una vida dolorosa que está empezando y terminando todo el tiempo, con su religión y sus caminos posibles. Con sus valores, porque –créanme- con los nuestros, no hubieran sobrevivido un solo día. Ni con nuestra ley. Ni siquiera con nuestra ropa. Pero estos personajes se anclan en composiciones notables, en particular El Masi de Luciano Crispi, que se vuelve entrañable desde su lugar de amigo, de novio, de pibito a la deriva en un mundo que parece tener para él un camino prefijado.
“Acá no hay sueños”, nos dicen ellos. Y nos hacen bajar la mirada.
Adriana Derosa