“Legítima indefensa” reza el nombre del espectáculo, que es una intervención teatral poderosa a cargo de tres mujeres. Ellas provocan al público, lo llevan a cuestionarse un tema fuera de agenda: ¿qué pasa con las víctimas que terminan matando a los varones golpeadores, que las han maltratado a veces durante años sin que ninguna intervención exterior modifique la situación?
El Estado no pone en juego ningún dispositivo de cuidado para que el maltrato finalice o para que la mujer salve su vida. Las denuncias se amontonan en los cajones. Las órdenes de exclusión se vencen. Los abogados cobran. Los refugios no alcanzan. Las personas se deshacen, los hijos lloran. Y un día alguien mata a alguien. Pero claro, a mujer que mata a su golpeador no lo hace en mitad de la golpiza para mostrar la evidente defensa propia, porque no puede. Lo hace cuando el violento baja la guardia. Por lo tanto es juzgada por homicidio con agravantes: lo ha premeditado. Solo se salva si es insana, pero resulta que no lo es.
Yo estaba segura de mi posición. Resegura. Dije que no era posible pararnos en el sitio de que una mujer maltratada debiera además cargar con el homicidio de su golpeador, condenada a prisión o no. Que era demasiado, que debe haber políticas de cuidado que hagan que nadie llegue a esa situación.
Entonces, alguien del público me contó una historia. Es un varón, y me lo contó en la vereda, en voz baja. Cuando él era niño, lo enviaban junto con sus hermanos de 7 u 8 años a la casa de su abuela, para sacarlos de la atmósfera bestial en la que un padre alcohólico los golpearía a todos. Cierto día, el hombre los fue a buscar, conduciendo el camión. Y la abuela, como se acostumbraba en esos tiempos, los entregó porque era el padre.
Los niños, pequeños, aterrados, deshechos, estuvieron todo el viaje de vuelta alentando al padre borracho a correr más y más rápido. Los desafiaban a saltearse todas las señales. A ser el más veloz de los choferes que hubieran bordeado la ciudad por la costa. Juntos los nenes habían urdido el plan de provocar un choque mortal, como única puerta de salida del infierno. En su inocencia atacada nunca se les había ocurrido pensar que, de haber conseguido provocar aquel accidente, ellos también morirían: ni lo habían pensado.
Cuando escuché la historia entendí que hay que sentarse a pensar otra vez. Que todos los estamentos de la sociedad tienen que mirar con un cuidado nuevo desde qué lugar se toman las decisiones que se toman. Cuando alguien sabe que nadie lo defenderá y se juega las cartas que le quedan, el castigo es tan relativo.
Por ahora, puedo decir que hay aquí tres mujeres -Viviana Scotti, Cristina Strifezza y Cecilia Zaninetti- que hacen pasar por sus cuerpos un texto sofocante, doloroso y extremo. Una directora las llevó de la mano por este camino nunca antes visitado, Viviana Ruíz, y el producto final es provisorio, breve, y será completado por todas las representaciones simbólicas y experienciales que este público ofrezca.
Porque se trata de unas cuestiones que recién nos estamos atreviendo a pensar. Y las pensamos colectivamente en funciones que se llevan a cabo en El Séptimo Fuego, los sábados del verano.
Las actrices -más que construir personajes- ejecutan el texto en la polifonía de las corporalidades conmovidas. Lo sufren. Lo lloran. Un único dispositivo móvil dinamiza la escena y genera aún más la sensación de un frágil equilibrio, aunque el desequilibrio representa la muerte. “Me muero por vos”, dice en uno de sus primeros párrafos, y lo más atrevido es la indagación sobre un juego erótico que atrapó a la víctima en el sinsentido del circulo violento. Me muero por vos: por tu amor y por tu culpa me muero. Aun en vida.
Adriana Derosa
Fotografía: Marcelo Nuñez