El actor Hugo Arana, de extensa trayectoria en teatro, cine y televisión murió a los 77 años en en el Sanatorio Colegiales. El reconocido artista había sido hospitalizado hace unos días por un accidente doméstico. Sin embargo allí le realizaron el hisopado, que confirmó que estaba contagiado de COVID-19.
Hugo Arana perteneció a ese selecto grupo de gente imprescindible. Esas personas que trascienden no solo por su arte sino también por su coherencia. Querido y respetado por todos, logró transitar la última etapa de su vida en un estado reservado para pocos: la sabiduría. Porque Arana podía reírse de su falsa muerte anunciada tres veces por twiter y desmentir por enésima vez con una sonrisa que Facundo Arana fuera su hijo.
Pero también se lo veía marchar por las causas que consideraba justas, colaborando con cortos de algún estudiante de cine con más ideas que recursos o respondiendo con amabilidad y sinceridad las preguntas de un periodista famoso pero también las de un diario barrial o las de un alumno de una escuela de periodismo.
Su niñez y adolescencia transcurrieron lejos de los escenarios. Creció en Monte Grande donde sus padres eran los caseros de una quinta.
El sueldo alcanzaba para cubrir apenas las necesidades básicas. La cocina funcionaba a leña, a la noche iluminaba un sol de noche, la ducha era una lata agujereada y el dentífrico se suplía con sal gruesa. “A los 11, nos mudamos a Lanús y para mí fue pisar el asfalto por primera vez. Cuando abrí la canilla y salió agua lo viví como un milagro”, recordaba sin rencores.
En la adolescencia fue albañil, pintor, electricista, colocador de alfombras y hasta jugador de las inferiores de Lanús. Con un amigo, Carlos Herrera se hicieron amigos del proyectista del cine de la zona que desde la cabina y gratis les permitía disfrutar de las películas. No eran tiempo de combos de pochoclo pero sí de mate y bizcocho y de salir del cine soñando ser recio como Marlon Brando pero nunca actor.
Pero aunque la actuación no era su objetivo estaba en su destino. “Un día fui al Centro a comprar tornillos y vi un cartel que decía: Hágase actor, centro experimental cinematográfico. Y me quedé como helado. Yo nunca había visto teatro aunque me gustaba mucho el cine.
Estaba desesperado por hacer algo en mi vida”. El día que cumplió 22 años, el 23 de julio del 65 se regaló la inscripción a la escuela. “Yo no tenía ni idea de actuación, pero a los pocos meses ya estaba con un papelito en un escenario en una obra sobre Lee Harvey Oswald, interpretado por Enrique Liporace. Y sentí: nadie me saca más de acá. Era la primera vez que algo me importaba”.
Fueron años intensos de trabajo y de formación con los maestros Marcelo Lavalle y Augusto Fernandes. Entre clases y escenarios conoció a Marzenka Nowak, el amor de su vida, tan bella como sorprendente, polaca de nacimiento, con un padre líder de la resistencia que actuaba en la clandestinidad contra los nazis. Ella era refinada, jamás se le escapaba un insulto y él era una mezcla de atorrante, ternura y arrabal.
El descubrimiento de lo opuesto dio paso al amor, se casaron y se convirtieron en los padres de Juan Gonzalo. Estuvieron juntos 44 años cuando un ACV se llevó a Mayenka. ¿Extrañás la vida en pareja?, le preguntaban. “Extraño a mi esposa”, contestaba él atravesado por la pena. “Fueron muchos años, y bellos. No hubo un día que dijera: ‘Me voy’. Nunca. Ni ella ni yo. Creo que hay un concepto erróneo de lo que es una pareja. Para mí es como una huerta, hay que sacar los yuyos, hay que regar y volver a plantar, es un laburo. Es ingenuo creer en el milagro de que algo funciona porque sí, solo”.
Consolidado en la familia, con una carrera actoral que empezaba a ser reconocida por pares faltaba el gran salto a la popularidad y llegó de un modo impensado: con una publicidad. En 1970 una compañera del taller de teatro le contó que Juan José Jusid buscaba a un actor para una publicidad de vino. “Me negué rotundamente. Pero vi que Ulises Dumont hacía un aviso de calefones y Norman Briski, de hojas de afeitar y eran dos actores muy conocidos y admirables. Así que fui a la prueba y grabé el aviso”. Allí encarnaba a un hombre que se entera que será papá cuando su mujer le muestra unos escarpines.
En el minuto diecinueve que dura el aviso –algo impensado para esta época- Arana despliega una serie de emociones que van desde el asombro a la felicidad pasando por la ternura y el miedo que le genera la noticia de su paternidad.
El aviso impactó tanto y tan fuerte que en el año 2016 el actor recibió una estatuilla por “protagonizar la publicidad más recordada de la televisión argentina”. Esa imagen de hombre tierno, buenazo y leal lo acompañaría toda su vida. Porque Arana quizá nunca fue un galán que enamoraba pero si representaba ese yerno ideal, el amigo fiel que no te deja en la estacada. Los que lo conocieron y trabajaron con él, decían que nunca necesitó actuar de buen tipo porque simplemente lo era.
Siempre honrando el oficio de actor, en cine formó parte de más de cuarenta películas entre ellas El santo de la espada,
La tregua, La vuelta de Martín Fierro, La historia oficial, Made in Argentina, Las puertitas del Sr. López, El lado oscuro del corazón, El verso, Yanka y el espíritu del volcán. En televisión participó en Papá Corazón, la banda del Golden Rocket, Buenos vecinos, Los exitosos Pells, Los Sónicos, Para vestir santos, Resistiré y La Leona entre los más recordados. Su gran éxito televisivo fue en Matrimonios y algo más.
Allí dirigido por Hugo Moser encarnó al Groncho en el sketch El Groncho y la dama que protagonizaba con Cristina del Valle. Además personificó a Huguito Araña, que repetía el estereotipo de homosexual afeminado de esa época. El personaje nació en 1982 en plena dictadura y los militares lo quisieron prohibir por considerarlo “un mal ejemplo”.
La solución fue “casar” al personaje con el de la actriz Mónica Gonzaga, pero manteniendo su identidad sexual. Huguito Araña realizaba entrevistas improvisadas que descolocaban al entrevistado como la que le hizo al arquero Sergio Goycochea luego de atajar los penales en el Mundial de Italia y se desmayó sobre él luego de oler su perfume.
El teatro fue su gran pasión protagonizó innumerables obras como “Baraka”, “El saludador”, “Filomena Marturano”, “La nona”, “Made in Lanús” y “Los tutores”. Reconocido por la crítica y sus pares, querido por el público, las luces de la fama nunca lo marearon. “Para mí, el éxito es la escalerita que uno se pone y va subiendo escalón a escalón, según cómo se sienta en cada paso. El éxito no está afuera, no es el reconocimiento. Eso no está en mis manos. Yo busco subir un escalón y sentir que puedo transformar un escobillón en un caballo blanco y andar a caballo”. Aseguraba que amaba la profesión porque lo ayudó a entender que la vida es un juego, pero un juego sagrado.
Quizás por eso añoraba las grandes novelas como las que se hacían en Canal 7, con ensayos de quince días y con actores de la talla de Norma Aleandro, Héctor Alterio y con ideas y guiones que se compraban en todo el planeta. Repetía con humor que no quería morirse arriba de un escenario porque le preocupaba la conmoción que causaría desplomarse adelante de colegas y del público y que prefería ahorrarles ese mal trago. “Actuaré hasta que pueda. No estudié teatro toda mi vida por el deber de nada, sino por el placer de la búsqueda de construir una conducta, un carácter”. Para él construir un personaje era siempre, una maravillosa aventura. Los que lo conocieron dicen que la verdadera maravilla era conocerlo a él.
Por Susana Ceballos-inbae-Fotos: Telam