Quizá estas hirientes noches, las que acompañan al último envión del invierno, hagan que necesitemos una mano más que cálida para invitarnos a salir de la comodidad de la casa y dirigirnos a una sala teatral. Quizá en estas fechas nos hace falta que nos auguren que lo pasaremos bien, y que una vez que hayamos vencido la pereza y el frío, nos alegraremos de no habernos dejado vencer por la quietud del sillón. Una vez que estemos allí, lo celebraremos.
Y esta invitación nos lleva a una escena de la Francia de posguerra, a un restaurante de mala muerte, en un centro termal para convalecientes donde presenta su número amodorrado esta Orquesta de Señoritas. Ni muy señoritas ni muy armonizadas, son exponentes de un momento histórico tan hostil como este invierno costero. Las seis mujeres de la orquesta pasean su soledad por el tablado, y deben simular un entusiasmo que han perdido para sostener el concierto que les dará el jornal imprescindible.
Todas y cada una son exponentes de una soledad descarnada y profundamente femenina que las habita. Como dice la canción de María Elena Walsh que se oye en la sala: “nadie supo de qué naufragio las salvaba el conservatorio”. Mujeres que -gracias a una destreza que está bastante lejos del arte- han podido ganarse el puchero en una sociedad regida por varones.
La dirección es de Jorge Paccini, que ya ha llevado adelante otras puestas de la obra de Anouilh, y las actuaciones están a cargo de Andrés Zurita, Néstor Grotadaura, Gonzalo Pedalino, Luciano Brindisi, Carlos De Pratti, Sergio Manuel Fernández y Jorge Taglioni. Si bien el tono general es farsesco, la estética nos lleva directo al grotesco de tradición nacional, ya que esta modalidad de poner los personajes femeninos en actores varones travestidos, comenzó y se desarrolló en Argentina con enorme éxito.
Pero estas mujeres no son caricaturas, no son prototipos, no son clichés: son señoras. Mujeres distintas. Con el humor a flor de piel y el gag inevitable, es posible recortar la actuación de corte magistral de Grotadaura, que compone una Susana atravesada por la tragedia, la soledad y la desilusión amorosa de una vida que percibe como desperdiciada. Su contrapunto con Brindisi en el papel de León alcanza niveles de profunda tensión, y hace olvidar la ambigüedad en la cuestión de género.
Mujeres que simulan –decimos- una alegría que no disfrutan para placer de la audiencia y del patrón. Unos hombres actores que simulan ser esas mujeres: las intérpretes de la orquesta, que a su vez simulan tocar música con unos instrumentos musicales que simulan -como el violín, el violoncello y el contabajo- la forma del cuerpo de la mujer. Juego concéntrico del teatro que se hace espectáculo para la diversión del público. No hace falta más.
Adriana Derosa