Mayra Arena es un ejemplo de enseñanza caminando. Nos aporta toda su sabiduría desde su experiencia vivencial, sus estudios y agudas reflexiones.
Nacida en una villa, madre soltera a los 14 años, hoy como profesional, nos educa sobre la mirada y prejuicios de gran parte de nuestra hipócrita sociedad.
Si tiene un poco de tiempo, piérdase unos minutos y aprendamos juntos de Mayra:
A continuación una nota realizada a Mayra el marzo del 2018:
“Mi vieja es una mina marginal. Toda la vida vivió fuera del sistema y ahí quedará.
Por un problema que tuvo al nacer, es muy pequeña: no llegó nunca al metro cincuenta, y por los muchos embarazos que tuvo ya se le cayeron varios dientes. Tiene 41, pero la falta de dientes sumada a su escaza estatura y marcada delgadez, hacen que aparente mil años más.
Mi vieja dejó la escuela porque era al pedo. Vos le explicás algo y no lo entiende. Incluso las cosas más simples se las tenés que explicar despacio, varias veces. Si querés enseñarle a ir al chino de la vuelta lo mejor es acompañarla y que vaya, porque si le explicás el camino, no entiende. Mi vieja nunca prendió una computadora, ni la va a prender. Apenas sabe leer y escribir, y cuando digo “apenasa” quiero decir, escribe como el orto y cuando lee no le queda nada. Tiene que leer algo simple varias veces para que le quede. A veces nos pide ayuda a las hijas grandes, y hay que explicarle despacio y con palabras claras, sino no entiende.
Mi vieja no laburó nunca, no se desenvuelve. Siempre que intentó tuvo laburos muy malos, porque a los buenos, no pudo ni podrá acceder nunca. Siempre limpiando, cada vez que le conseguíamos un trabajo la echaban al poco tiempo: la gente no le tiene paciencia porque vos le explicás y no entiende. Mi vieja nunca aspiró a tener nada, siempre sintió que hay cosas que simplemente no eran para ella. Siempre sintió que ciertas cosas “son cosas de ricos”, incluso cosas mucho más sencillas de las que piensan. Mi vieja tuvo varios hijos, todos de distintos hombres. En el hospital le explicaban que no tuviera más, que tenía que cuidarse, pero ella no entiende. Nosotros llevamos el apellido de ella y salvo el más chico, ninguno conoció a su respectivo padre.
Mi hermana Gisella Marisol y yo, tuvimos el beneficio de ser pobres. De pibas, mi vieja marginal nos mandaba a pedir todos los días. Íbamos a las panaderías porque son los que mejores cosas dan, y con lo que volvíamos se cenaba. Mate cocido con lo que hubiera. Cuando no nos daban las del barrio, nos íbamos abriendo cada vez más hasta llegar a las del centro. Por eso nunca compartí la filosofía de no darle monedita al nene que pide: lo único que lográs es que tenga que caminar más, porque ese pibe no va a volver a la casa con las manos vacías.
Teníamos hermanos más chicos, pero no quedaban en casa, salíamos todos juntos porque a los más chicos siempre les dan más. Entonces salía mi vieja con nosotros y mi vieja se quedaba afuera y nosotros íbamos al negocio y pedíamos. Cuando íbamos con mi hermanito, la cosa era bastante rápida porque era muy chiquito y la gente siempre te da lo que puede. Mi vieja no entraba porque a los grandes no les dan casi nunca nada. Hay lugares que igual nunca dan nada y lugares que siempre te dan aunque sea un pancito. La cosa es que siempre volvíamos con algo para acompañar el mate cocido.
Mi abuela estaba apenitas mejor que nosotros porque laburaba limpiando. No teníamos a nadie que trabaje excepto ella, entonces lo poco que sabíamos de trabajo era que era horrible: las patronas eran malas y siempre le hacían cosas horribles, le pagaban menos de lo que le prometían y se hacían las desentendidas. A veces se iban un mes a Europa y ese mes la dejaban totalmente en banda. Cuando trabajaba, no le pagaban casi nada, incluso nosotras pidiendo en la panadería, a veces conseguíamos cosas que ella no podía comprar ni ahorrando.
Nuestra casa era un cuadrado con un baño en la época que mi abuela podía pagar alquiler, pero cuando mi vieja se peleó con mi abuela nos mudamos a una piecita sin baño en Pampa Central. Las necesidades se hacían en un balde y la comida del mediodía nos la daba un comedor que daba comidas riquésimas, polenta, guiso, tallarines. A veces hasta había postre, una naranja o un flancito. A la tarde tomábamos la leche en una iglesia en frente de casa y en esa época mi vieja empezó a cobrar una cosa que se llamaba jefes y jefas y eran 150 pesos por mes. Siempre que cobraba, los veintipico de cada mes, comíamos un yogur cada uno y para nosotros era la gloria.
De piba, cuando sos pobre, lo que te salva de la marginalidad es creer. Creer que algún día vas a tener todo eso que querés tener. Cuando conocés grandes que no son pobres y que te preguntan qué vas a ser cuando seas grande, empezás a soñar un poco. Todos los grandes te dicen todo el tiempo que no dejes la escuela, que estudies mucho. Nosotras, mi hermana y yo, conocimos un grande en particular que fue significativamente importante para nosotras: Marcelo General. Seguramente no lo conozcan, no era más que un vecino nuestro. Él y su adorada esposa siempre nos invitaban a su casa a jugar con su hijita, a pesar de que nosotras no teníamos juguetes ni nada para llevar. Ellos tenían cosas que nosotras no habíamos tenido ni visto jamás. La casa de ellos era una mansión, aunque ahora que lo pienso no era más que una casa con comedor y un par de dormitorios. Pero nosotras ahí adentro estábamos en nuestra salsa. Mi hermanita jugaba con todos los juguetes de la nena, yo siempre pedía pasar al baño porque era espectacular: tenía un espejo gigante y papel higiénico de esos con dibujitos y los puntitos para cortarlo derechito. Cuando sos pobre, la riqueza se mide en esas cositas. Ellos eran ricos. Todos los días la acompañábamos a la cooperativa y ella nos dejaba elegir el yogur que quisiéramos. Todos los días le preguntábamos de hasta qué precio podíamos agarrar, y ella nos decía que de cualquier precio, que agarráramos el que más nos guste. Definitivamente eran ricos.
La mamá de la nena nos contaba que el marido a veces se levantaba a las 4, o sea, trabajaba desde muy temprano. El hombre era muy bueno, siempre hacía chistes y miraba la tele. A veces nos daban hielo para tomar agua fresca en casa, porque nosotras no teníamos heladera, pero solo a veces porque otra vecina de la esquina, Silvia, también nos daba hielo siempre. Hay vecinos que te ayudan muchísimo.
Marcelo y Claudia, su esposa, siempre nos decían que fuéramos a la escuela. Una Navidad nos dijeron que había venido Papá Noel pero nosotras ya sabíamos que habían sido ellos. Los regalos, mi hermana todavía los tiene guardados. Así de valioso es todo cuando sos pobre.
En la escuela, también éramos pobres, no marginales. No teníamos las cosas que tenían todos, a mi hermana incluso una maestra no le corregía las tareas porque no llevaba cuaderno tapa dura. Siempre la retaban por no llevar las cosas que pedían y ella siempre lloraba. Pero éramos muy estudiosas, teníamos esa ventaja. Era una escuela pública, los pobres éramos nosotros y los ricos eran los que se compraban alfajores en el recreo, tenían mochila con carrito y cartucheras de dos pisos.
Todos los grandes que conocíamos nos decían que si estudiábamos nos iba a ir bien, y nosotras lo creíamos de verdad. Mi hermana no tenía la cartulina que pedían, pero jamás se olvidaba de hacer los deberes. Hubo una asistente social que nos ayudó muchísimo y que siempre nos daba mercadería, lo hacía delante de todos y eso nos daba vergüenza, por eso mi hermana era medio tímida. No lo hacía de mala porque era buenísima, yo creo que no se daba cuenta que es feo que te den mercadería cuando a nadie le dan, en el aula todos te quedan mirando además.
Hubo un invierno en que teníamos una sola campera buena, la violeta, asique iba unos días mi hermana y unos días yo. Yo decía que nunca tenía frío e iba igual pero después me recagaba enfermando entonces era mejor así. Mi hermana odiaba faltar porque después no entendía las cosas, asique yo faltaba mucho. Mucho. Pero en casa había varios libros y los leía, una y otra vez. Yo sabía que estudiando me iba a ir mejor, eso me decían todos.
Éramos pobres, no marginales. No queríamos dejar la escuela. Conocíamos gente que no era pobre y era gente que trabajaba y había estudiado, entonces por ahí venía la mano.
Pasaban los años, mi vieja seguía sin laburar. A veces se afanaba queso de un supermercado, lo sacaba entre la ropa o debajo de la axila. Una vez me afané un alfajor de un kiosko y me dijo que si lo volvía a hacer me iba a hacer pasar la vergüenza de mi vida: nunca más toqué nada.
La vergüenza es a lo que más miedo le tenés cuando sos chico, ni que te caguen a palos es tan fulero. No sé cómo explicarles lo que deseás un alfajor o una milanesa. Los que pueden comerlo cuando quieren, para uno son ricos. Yo ya tenía como 12 años y no quería salir más a pedir: me daba vergüenza. Y ahí ocurrió algo que casi nos empuja a la marginalidad, pero con el tiempo zafamos.
Mi vieja había tenido un marido golpeador, un alcohólico hasta los huesos que había vivido con ella cuando éramos mocosas. De nuestros padrastros y otros horrores, no voy a hablar. Este tipo estaba preso hacía varios años, era el papá de mi hermanito, el único que tuvo padre. Estaba por salir de la cárcel y nosotras sabíamos que mi vieja iba a volver con él.
Mi hermana, ante el terror de volver a sufrirlo, se fue a vivir con mi abuela y no volvió. Ella tenía 9 años cuando lo decidió, todo para no volver a ver a mi padrastro. Yo me quedé, porque quién iba a cuidar a mi vieja y a mi hermanito, si no yo. Salió mi padrastro de la cárcel y me di cuenta de la triste realidad: yo no podía contra él. Entonces me metí de novia con un tipo 30 años mayor que yo y me pasaba todo el día en la casa de él. Lo importante era no volver a mi casa. Hasta que me tuve que ir definitivamente, a los 13. Confié que a mi hermanito no le iba a pasar nada porque era hijo, no hijastro.
Dejé la escuela porque si se descubría mi relación, mi pareja iba a terminar en la cárcel y yo iba a ir a un colegio o con mi padrastro. No me hubiera arriesgado a eso por nada del mundo asique dejé de estudiar y me alejé de todo el que me conociera. Por supuesto, quedé embarazada. Y como nadie te da laburo siendo una cría de 14 años embarazada, yo me volví, por un tiempo, marginal, no pobre. Ya no podía estudiar porque eso era un peligro para el papá de mi hijo, y nadie me daba trabajo porque era menor y tenía un hijo. De nuevo y siempre, los vecinos me ayudaron mucho. Ya no eran los mismos vecinos porque yo vivía más abajo, pero acá también me ayudaron, y no saben cuánto. Mi hermana seguía siendo pobre, siempre estudiando, siempre esperanzada de salir adelante.
Pasaba el tiempo, vivíamos como podíamos y yo accedía a los laburos que te dan cuando sos menor: Vendía perfumes en la calle, puerta a puerta o hacía campaña de socios para algún hogar, esos que te pagan el 10% de lo que recaudás. No existía la asignación y para todos los planes existentes, yo era menor. Todo me empujaba a ser marginal, porque ni siquiera podía acceder a los laburos o planes de pobres.
A los 15 hice un curso de peluquería, pero en esa época no existía internet y era muy difícil ir haciéndote conocido en un oficio. Además yo tenía 15 y se me notaba en la cara, nadie se iba a dejar cortar el pelo por mí. A los 16 mentí diciendo que tenía 19 y accedí a mi primer laburo con sueldo mensual: tenía que cuidar a un abuelo hemipléjico.
¡De nuevo pobre! Ya no marginal.
Es abismal la diferencia.
Cobraba un sueldo por mes que no era más que un sueldito, pero podía comprar comida y cositas para mi hijito. Mi abuela me había regalado un lavarropas automático que le regaló una patrona, ese lavarropas lo vendimos y lo cambiamos por unas garrafas, y esas garrafas las vendimos y juntamos dos mil pesos.
Con eso compramos el ranchito que se ve en la foto. Dos mil pesos nos costó, un rancho de chapa con piso de tierra, y estábamos en la gloria. Tiempo después las cosas no anduvieron con el papá de mi hijo, la verdad es que yo hacía rato no lo quería más. Entonces me fui con mi nene y de ahí en más cuidamos viejitos siendo cama adentro, o cuidábamos alguna abuela de noche y yo de día trabajaba de otras cosas. Entonces teníamos casa, comida y un pequeño sueldo. A los 21 años aprendí un oficio y gracias a internet y la facilidad de promocionar tu laburo gratis, pude laburar menos horas durante el día y empezar a estudiar. Pobres, no marginales.
Los años de laburo siendo joven, estudiante y pobre, son durísimos. No es nada fácil este ambiente, se vive siempre al día, y muchas veces te gastás los últimos veinte pesos que tenés en fotocopias del currículum, vas al centro caminando para no gastar en boleto y uno tras otro te dicen que lo dejés, que después te llaman. Los días se hacen eternos cuando nadie llama. Pero la diferencia crucial entre nosotras y mi vieja es que, nosotras teníamos la esperanza de que alguien iba a llamar. Todos los días salís a patear esperanzada, deseando que alguien te diga: “venite el lunes a primera hora”. Y tarde o temprano ese día llega.
Mi hermana empezó laburando a los 16 para un tipo que le pagaba “según como trabajara ese día” o sea, le pagaba lo que se le cantaban las pelotas. Como es mucho más desenvuelta que mi vieja no sólo no pierde los laburos, sino que tiene cada vez más. Alquila un departamentito y labura todo el día para poder pagar su alquiler y comer. Yo la he visto llorar de cansancio y frustración, pero como todo pobre, al otro día se levanta y sale a ganarse el mango igual. Además estudia, cuando sos pobre siempre te dicen que estudiar es la salida y vos lo creés. Ya le falta poco para ser maestra, cagate de risa. Capaz hasta se cruza con la que no le corregía las cosas por llevar esos cuadernos que te daba el gobierno que si borrabas dos veces se transparentaba la hoja. Andá a saber.
Mi vieja sigue siendo marginal. Tiene un solo laburo de limpieza hace algo de un año y nunca sabemos cuánto le va a durar. Ya pasó los 40 y es muy joven como para jubilarse, pero grande como para encontrar un laburo fijo. Gracias a la asignación que cobra de los dos más chicos, sumada al laburito, la miseria no es tan espantosa como la de mi infancia en los 90. Las hermanas más grandes nos independizamos hace ya mucho, entonces ayudamos a los más chicos. Ellos no tienen la vida que nosotros, no salen a pedir y pueden ir al colegio con útiles comprados, no esos lápices de porquería que a nosotros nos daba el gobierno y que los pasabas por la hoja y no pintaban. Siempre hay que darle una mano a mi vieja con los trámites de la asignación, porque a ella le explican, pero no entiende.
Cuando sos marginal, como mi vieja, aceptás que tu único futuro es la pobreza. No te interesa tener nada porque estás segurísimo de que nunca vas a poder tener nada. A los ricos los mirás con bronca, son unos miserables que no te dan nada, ni trabajo. A mi vieja nunca le dieron ni trabajo. En cambio, cuando sos pobre, lo que te salva de caer en la marginalidad, es la esperanza de salir de esa pobreza. Es muy dificultoso, porque labures de lo que labures, empezás ganando muy poco, y tenés muchas, pero muchas necesidades para cubrir. Además, siempre tenés en la familia alguien que está peor, y ayudás.
En lo poco que podés, ayudás. Entonces todo crecimiento se hace más lento, porque le comprás zapatillas a tu nene, pero no podés dejar de comprarle a tu hermanita. Y mi hermana vuelve a cenar el mate cocido con un mignoncito, para comprarle una campera buena a la más chica. Entonces sos sostén tuyo y de tu familia, porque sos pobre, pero tu vieja es marginal y sabés que no va a conseguir laburo. Ni siquiera uno de limpieza como el de mi hermana, o en geriatría, como yo.
No es lo mismo ser marginal que ser pobre: el mundo es de un color distinto. Cuando sos pobre sentís, sabés, la gente te dice constantemente que si te esforzás mucho vas a salir adelante. Mi vieja es marginal, no espera nada del mundo. Sabe, siente, percibe que el mundo es de los otros. Tiene una capacidad cognitiva bajísima y tiene mal aspecto: la gente no le dice nada y si le dijeran, no entiende.
Cuando sos pobre y venís de familia pobre, no marginal, aunque no lo creas ya tenés un montón de ventajas. Tenés otra forma de ver la vida de entrada: son tus propios padres los que te dicen que con esfuerzo vas a lograrlo. Y salís, por supuesto con muchísimo esfuerzo, pero tarde o temprano salís adelante. Con ganar un buen sueldo ya vivís mejor, cubrís tus necesidades y vas mejorando, poco a poco, tus posibilidades.
Una vez leí, en esta carrera que estudio con la esperanza de descubrir cómo hacer que los marginales puedan llegar a ser pobres y que los pobres dejen de serlo, una frase que me voló la cabeza. La frase dice “la diferencia entre un marginal y un pobre es que el pobre tiene claro su lugar en el mundoa”. El que lo escribió lo hizo, claro, analizando desde afuera. Pero no le erra. El beneficio de ser pobres es que entendés rápido que tenés que adaptarte al medio para sobrevivir. A un marginal como mi vieja, le expliques como le expliques, no lo entiende.
Cuando los leo odiando a ciertos pibes porque sus padres o ustedes mismos fueron pobres y salieron adelante, no puedo ponerme a explicarles esto de que ser pobre es infinitamente menos malo que ser marginal. Es muy largo, es muy complejo, y además no sé si me van a querer escuchar. Por eso estudio Ciencias Políticas y por eso estoy segura de que mi hermana estudia para maestra. Para poder explicarles mejor a los marginales, a los pobres y a los que no entienden por qué los pobres siguen siendo pobres. Igual sabemos que estudiemos lo que estudiemos hay gente que no nos va a querer escuchar. Hay gente que no es marginal, pero igual le explicás, y no entiende.
Mayra Arena, estudiante de Ciencias Políticas, Bahía Blanca.”
Lara. E Franco -Redacción MDPya